La carta
El cartero me contó después que había visto al director sosteniendo la carta con una mano desmayada mientras su mirada se perdía en el infinito. Todo el mundo en el sanatorio, incluido el director, llamaba cartero al enfermero encargado de repartir el correo, un buen tipo. Raro en él, comentó, qué pondría la carta. No lo sé y ya nunca lo sabré; no me dejan hacer llamadas, privilegios de los los que estamos locos, según dictamen de un especialista que babea y tiene ojos de sádico, pero competente al parecer para discernir la locura de...¿de qué? De la no locura, digamos, porque cordura, lo que se dice cordura, nadie puede saber si existe o qué es con exactitud, salvo por oposición a la locura, más detectable, y también, mal que les pese a los doctores, mucho más abundante. Mundo de locos y de necios. Afortunados los locos porque de ellos serán los manicomios celestiales. A los necios que les den.
Pero aquel día abracé de nuevo la felicidad. Mi Jenny, mi adorada Jenny, había venido a verme. siempre me escribía cartas de varios folios que yo leía y leía hasta que la tinta se volvía borrosa de tanto manoseo, cartas que luego debía entregar de nuevo al cartero y que este daría al director, porque son normas de esta institución; prohibidas las alegrías, los sentimentalismos, los recuerdos, no vayan a interferir en el meticuloso proceso de animalización a que nos someten con la excusa de curarnos ; normas...me cago en las normas y en el puto director.
Mi Jenny allí sentada frente a mi cama, con sus ojos tan brillantes, su pelo dorado, su boca promisoria. Le solté como un torrente todo lo que mi alma había acumulado desde que me internaron e incluso antes, me disculpé por aquella conducta anómala que acabó determinando mi encierro, aquel salvajismo súbito que me tomó como una fiebre, que me cegaba y me impedía razonar, sentir, ser yo. Luego el desgarro del aislamiento, las descargas de alto voltaje, las inyecciones, la camisa de fuerza, la locura dentro de otra locura. No tengo miedo al infierno, ya lo he visitado antes de morirme. Y lo peor de todo tu ausencia, amor mío, el frío mortal de tu vacío junto a mí, el recuerdo sordo de tu risa, la imagen ciega de tu rostro, la insensibilidad de mis dedos sobre tu piel imaginada. No puedo prometerte nada, no estoy en condiciones de hacerlo, sólo te diré que mi amor por ti ha sobrevivido a este tormento inhumano, sigue intacto y puro, mi vida...
Entonces, en medio de mi discurso, entró el director, sin avisar, por supuesto. Se dirigió hacia ti, Jenny, te...te desinfló, parece una locura ¿verdad?, pero fue así, mi vida, te vació, te redujo a una informe masa plástica que convirtió en un bulto redondeado antes de esconderlo dentro de su gabardina. Me tendió una carta.
El cartero ha equivocado las entregas, dijo, la muñeca es mía, que quede entre nosotros, ¿podrás?, asentí, claro, no soy chismoso y no me conviene indisponerme con el director. Ella...ella no escribirá más, dijo conteniendo un sollozo, y salió.
La carta, tu última carta; remitente: Jennifer Olssen; destinatario: Benjamin Mad. Good bye, Jenny, mi amor.
Reduje la carta a trocitos; ya no tenía sentido.
Jodido cartero.