Evaristo Carranza
Cuentan que Evaristo Carranza acudió a su ejecución con el traje de las grandes ocasiones. Alto y pálido, su rostro impasible se demoró en cada uno de los soldados del pelotón de fusilamiento, midiendo su coraje. ‘No se me rajen’, les pidió. ‘Hagan blanco a la primera y evítenme una agonía innoble’. Dicen que los soldados evitaron su mirada y no sabían cómo hacer para que no se les notase la turbación que estas palabras les produjeron. Evaristo caminó desganado hasta el muro y se dio la vuelta, ofreciéndoles su cuerpo larguirucho y desgarbado como diana. Los soldados apuntaron y dispararon a la orden de ‘ya’ que el sargento que los comandaba gritó con más temor que resolución. Como ninguna bala dio en el cuerpo de Evaristo, dicen que éste, con ademán de fastidio, se dirigió al sargento y le pidió su arma. Temblando, el sargento sacó el revólver de la cartuchera y se lo entregó. ‘Vamos a terminar ahora mismo con esta pendejada’, dijo Evaristo y apuntando el arma a su sien derecha se pegó un tiro.
Fue un veinticinco de mayo, en la plaza del pueblo de Guaringa. El veintiséis por la tarde un labrador vió a Evaristo cruzar sus campos con los andares parsimoniosos y el aire distraído que había tenido cuando todavía estaba vivo. Cuando el labrador le dijo ‘Evaristo, no es de cristianos que te hagas el vivo cuando todos saben que te mataron ayer, ¿qué buscas en mis tierras?’ Evaristo le dirigió una mirada triste y se llevó la mano derecha a la sien, y con el dedo índice señaló el sitio exacto por donde había entrado la bala que había acabado con su vida. Luego siguió su camino con los mismos andares tranquilos. El campesino pensó que tal vez Evaristo sabía que también habían ajusticiado a su familia y no podía tener reposo por el dolor que sentía.
Muchos fueron los que afirmaron haberlo visto los meses siguientes. Siempre con sus andares cansados y con los ojos extrañados de quien no recuerda o encuentra algo. Si alguno se dirigía a él por su nombre, Evaristo sonreía con tristeza y se señalaba la sien con el dedo, como queriendo justificar con este gesto el hecho de estar muerto, de ser ahora un fantasma sin otro oficio que vagar por aquellas tierras.
Con el tiempo los habitantes de Guaringa se fueron acostumbrando a la visión de aquella figura silenciosa que recorría los campos casi a diario, siempre con la misma vestimenta que llevaba puesta el día que no tuvieron valor para ajusticiarlo y Evaristo se vio en la obligación de morir por propia mano. Como había sido un jefe o cabecilla revolucionario, no faltaron peregrinos procedentes de las montañas que abandonaban su refugio por unas horas para ver de cerca al que un día fue su líder. Y aunque el capitán Contreras –responsable militar en la región- temió al principio que se produjese alguna insurrección o revuelta entre los campesinos, azuzados por los seguidores y antiguos secuaces de Evaristo, que podrían convertir a éste en mártir de su causa, pronto se vio que el motivo por el que se arriesgaban a salir de sus cuevas era el fervor religioso y no el ardor guerrero: su fe hacía que viesen en Evaristo a un protector que había decido o al que habían encargado quedarse en este mundo para velar por ellos de cerca. Su alma vagabunda era vista por esa pobre gente con esperanza y, cuando la encontraban deambulando sin norte, lo paraban para contarle sus cuitas interminables y para que intercediera por ellos ante Dios.
Evaristo a todos escuchaba –o aparentaba escuchar- pero nada contestaba. Cuando el penitente de turno terminaba su letanía Evaristo sonreía y se llevaba a la sien el dedo índice de la mano derecha, en un gesto que ya era famoso y que si bien al principio lo interpretaban como una señal recordatoria de que su muerte no fue natural sino forzada, con el tiempo pensaron que esa repetición sistemática del ademán acompañada por la sonrisa bobalicona bien podía ser consecuencia de que la bala que le atravesó la cabeza para matarlo también pudo haberlo dejado lelo como fantasma, y por eso repetía siempre el mismo gesto, con la machacona inocencia del simple. Pasaron los meses y los años y ya Evaristo se convirtió en figura cotidiana en Guaringa, y a ninguno asombraba o intimidaba su silueta desmadejada deambulando por los campos. Los más viejos lo saludaban con amabilidad cuando se cruzaban con él y Evaristo se llevaba su eterno dedo a la sien. Con el tiempo la gente acabó creyendo que aquel gesto era un saludo y elogiaban la cortesía de que hacía gala el fantasma de Evaristo, así como su elegancia, pues siempre vestía el traje impecable que se puso el día que lo tuvieron que haber ejecutado. De este modo, Evaristo Carranza, cuya vida tantos tumbos había dado y lo mismo había sido señor de haciendas y serrallos que activista y guerrillero cuando vivo, pero siempre engreído y hasta desabrido, se había convertido en un fantasma cortés y bien criado.
Una mañana llegó al pueblo una carreta tirada por dos mulos que atravesó la calle principal y se detuvo frente al cuartel. Bajó una joven de pelo pajizo y piel curtida por el sol. No aparentaba más de treinta años y se dirigió al edificio militar con andares decididos. Ante el soldado que vigilaba la entrada pidió ver en persona al capitán Contreras. Intimidado por la resolución de su mirada y su voz desgarrada de pantera, el soldado fue a avisar al capitán olvidando preguntar a quién debía anunciar. A Contreras le hizo gracia la tartamudez tímida del soldado, cohibido por la presencia apabullante de aquella joven y le dijo que la hiciese pasar, disimulando su propio interés. Al verla entrar, el capitán Contreras mudó el semblante y compuso un gesto de incredulidad. En su vida había visto una mujer más hermosa y con más decisión en sus ojos leonados. Sus rasgos felinos le daban un aire de gata salvaje y sensual que apabullaba a quien pretendiese sostener su mirada. Ahora comprendía la tartamudez del soldado.
-‘Usted es el capitán Contreras, si no me equivoco’, dijo tendiendo una mano de piel lisa y con venas azuladas en las muñecas, ‘el secretario del gobernador me dijo que preguntase por usted. Me llamo Teresa Villegas y vengo a instalarme en la propiedad de los Carranza. Espero que me proporcione algunos peones para los trabajos de reforma en la casa. Tengo dinero de sobra, así que no se preocupe. Aquí tiene los papeles que me señalan como propietaria de la hacienda. Como me lo va a preguntar antes o después, le diré que la adquirí en un remate de expropiaciones del gobierno y que pienso vivir en la casa’.
El capitán le aseguró que no le faltaría mano de obra para lo que precisase. Teresa se despidió, extrañamente, llevando un dedo a su frente, en un saludo soldadesco, sin que el capitán apreciase en ese gesto el menor atisbo de burla. Parecía su manera natural de saludar y no un gesto improvisado para la ocasión, por ser él militar. Pero, aún así, Contreras no supo disimular una mirada de suspicacia.
Pronto comenzaron las obras de reforma en la antigua hacienda de los Carranza. También comenzaron las inevitables habladurías que la exótica forastera no tenía por menos que provocar. Aunque no era dada a las confianzas, alguna cosa dijo a las mujeres que, junto a ella, encalaban las paredes de la casa y fregaban con estropajos la mugre acumulada en el suelo tras años sin ser limpiado. Por esas conversaciones –y algunas indagaciones en pueblos vecinos- se supo que Teresa era medio gringa, nacida hacía veinticinco años en un pueblo cercano a San Francisco, hija de un tendero yanki originario de Oregón y de una mejicana de Ensenada. A los dieciocho años había abandonado la casa de sus padres con la yunta de mulas y la carreta que estos le habían regalado al comprobar la imposibilidad de que Teresa renunciara a su decisión irrevocable de recorrer el mundo por su cuenta. Desde niña había soñado con viajar como las otras niñas de su edad sueñan en casarse. Y con el mismo empeño que las otras había hecho realidad su sueño. Tras años dando tumbos por pueblos perdidos de Texas y Méjico, viviendo en su carreta con el dinero que les ganaba a las cartas a los cuatreros borrachos y rijosos en las tabernas y que la acompañaban después para obtener el premio que sus ojos engañosos de hechicera les había insinuado mientras los desconcentraba para que fallasen con las cartas, un día decidió que ya estaba bueno de vivir como una forajida y que se iba a instalar en una casa con un pedazo de tierra para sembrar y criar ganado. Así que acudió a las subastas del gobierno mejicano en la Baja California y adquirió la antigua hacienda de los Carranza. Con sus artes de sílfide engatusó al representante del gobierno responsable de la subasta y éste le facilitó el papeleo de la compra, así como una carta de recomendación para el responsable militar en Guaringa.
Su infatigable capacidad para el trabajo y la firmeza cortés con que todo lo disponía le ganaron fama de mujer capaz y respetable. No faltaron pretendientes para la bella gringa propietaria de una hacienda de tanta valía. Acudían incluso de pueblos lejanos a los que había llegado noticia de Teresa, pero ésta parecía inmune al amor y a todos rechazaba con la misma determinación inflexible. Su vida ahora eran sus siembras y su ganado, que cuidaba de sol a sol junto a sus peones, contratados en Guaringa. Alguno se quedaba a dormir en los establos, más por estar cerca de la señorita Teresa que por verdadera obligación. Y fue uno de estos que un sábado por la noche vio la figura desgalichada de Evaristo Carranza rondando cerca de la hacienda ‘La Colorada’, como la llamaban de nuevo en el pueblo, porque ese había sido su nombre de siempre. Al día siguiente –domingo- después de la misa lo comentó en voz alta y la gente cayó en la cuenta que desde la aparición de la señorita Teresa nadie había visto el fantasma de Evaristo Carranza vagando por los campos, como era costumbre desde hacía más de treinta años. Era tan cotidiana y familiar su presencia callada y taciturna que no lo echaron de menos con el revuelo provocado por la llegada y la instalación de Teresa Villegas. Alguien observó que ‘La Colorada’ era la antigua casa de Evaristo, pero nadie dio importancia a este hecho por el tiempo que hacía que su familia dejó de vivir en aquella hacienda expropiada por el gobierno.
Una tarde de la semana siguiente Teresa se quiso quedar con el ganado hasta que todos los terneros hubieran bebido en el río que cruzaba la propiedad. Las lluvias se retrasaban y había que procurar que los animales no se deshidratasen debido al calor excesivo que ya estaba haciendo. No quiso que la acompañase ningún peón por ser muy tarde y los despidió hasta el día siguiente. Cuando volvía a ‘La Colorada’ arriando al ganado, vio acercarse la figura de un hombre maduro, alto y desgarbado y cómicamente vestido como si fuese a asistir a la misa del domingo. Era Evaristo Carranza y ella lo supo porque le contaron la historia del fantasma que fue dueño de La Colorada cuando vivo. Al llegar a su altura, Evaristo se paró delante de la montura de Teresa y miró a esta con aquellos ojos extraviados que siempre parecían estar tratando de recordar algo. De pronto sonrió y dedicó a Teresa una mirada de ternura, que esta agradeció sonriendo también.
-Usted debe ser Evaristo Carranza-, dijo Teresa. –Yo vivo ahora en la que fue su casa, espero que no se lo tome a mal. La compré en un remate de fincas expropiadas por el gobierno. Se la robaron, Evaristo, lo sé. Pero en este país de locos nadie tiene nada garantizado, ni siquiera la paz después de muerto, como usted tristemente sabe. No se haga mala sangre por eso. Hasta más ver, Evaristo.
El suceso lo relató un mozo que siguió a la señorita Teresa por no dejarla sola, en aquella tierra inhóspita y cruenta. Cuenta que el fantasma de Evaristo quedó como alelado y sólo al rato de que Teresa Villegas se hubo marchado se llevó la mano a la frente, como si de pronto hubiese recordado el obligado gesto. Y le oyó decir –lo juraba el mozo por sus hijos- algo así como ‘mi teresita, mi niña’.
Un sábado por la tarde apreció el capitán Contreras en La Colorada, montando su mejor corcel y luciendo su uniforme de gala. Los peones y las sirvientas, que lo conocían al capitán de toda la vida, temían aquella mirada vidriosa y aquella indumentaria que traía puesta. Entró en la casa, sin permitir que le anunciasen. Dejó una botella de tequila mediada en el suelo del porche, junto a la puerta. Cuando salió, la luna de color naranja bañaba de sombras inciertas el anochecer.
Su caballo no había terminado de ocultarse tras la loma cuando un disparo quebró el silencio que la llegada del capitán había instalado en La Colorada. Entre el ruido de las carreras de bestias y de personas asustadas por el sonido del disparo reventó un grito desgarrado y luego un quejido prolongado que provenía del interior de la casa. Una de las sirvientas había encontrado a la señorita Teresa desnuda sobre su cama, con un revólver todavía humeante en su mano derecha y un agujero del tamaño de una moneda de cincuenta pesos en la sien del mismo lado. Un reguero de sangre que salía del agujero se estaba mezclando con su pelo pajizo y con las sábanas de lino. Sus ojos, todavía abiertos, miraban extraviados hacia ninguna parte.
Dicen que fue aquella misma noche, mientras las sirvientas amortajaban el cuerpo de nácar de Teresa Villegas y lo vestían con el único vestido bueno que había poseído, pero que nunca se había querido poner porque decía que lo guardaba para las grandes ocasiones, cuando en La Colorada se oyó una voz de trueno que sólo los más viejos reconocieron como la de Evaristo Carranza, gritando con palabras de cuerdo que más le valía al capitán Contreras ir utilizando su pistola -como el propio Evaristo había hecho el día que tuvo que matarse para que no acabaran fusilando al pelotón de cobardes que tenía que haberlo ajusticiado- antes de que ‘Evaristo Carranza, servidor de ustedes tanto de vivo como de muerto, ponga estas manos que no se quieren comer los gusanos en tu asqueroso cuello de sicario de este gobierno de hijos de puta, y termine de una vez con tus atropellos a la gente que no se puede defender. No me respetaste a la mujer ni a los hijos, pero ahora ya estuvo bueno, ahora tengo mis razones para matarte’.
El día del entierro de Teresa Villegas todo el pueblo acudió al cementerio para despedirse de aquella mujer valiente y misteriosa que había sabido ganarse sus corazones. Sólo faltaron los soldados del cuartel, que estaban enterrando en ese momento al capitán Contreras en otra fosa. Dicen que la noche anterior se había disparado un tiro en la cabeza, y los del pueblo no tenían duda de que algo malo escondería cuando los gritos de un fantasma inofensivo lo obligaron a matarse.
Nunca más se supo del fantasma de Evaristo Carranza. Cuentan algunos que por fin terminó la tarea que lo entretenía en este mundo y ahora ya descansa en paz. Pero se trata de conjeturas de gente aburrida y no muy dignas de ser tomadas en cuenta.